El mar en la Plaza

Por José Ignacio Roca

Acaba de terminar la exposición de Gustavo Zalamea en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, cuyo eje central era la imagen reiterada de la Plaza de Bolívar, marco propicio para una aguda reflexión desde la pintura y el dibujo sobre la presencia viva de la tragedia en nuestra historia reciente.  En una lógica compositiva cercana a la estrategia del collage, Zalamea recurre a citas eruditas de la tradición de la gran pintura, que en su caso va de Goya a Daumier, de Piranesi a William Blake, es decir, la historia de una mirada en donde lo macabro, lo grotesco y lo oscuro han tenido una presencia privilegiada. En este sentido, no es casualidad que una de sus referencias predilectas sea La balsa de la Medusa de Théodore Géricault.

En 1816 La Medusa, una fragata francesa en ruta hacia Senegal, naufragó dejando ciento cincuenta hombres aferrados a una precaria balsa a la deriva. Cuando fueron rescatados dos semanas después, solamente diez estaban aún con vida. Dos aspectos singularizan este naufragio y le añaden una carga dramática e incluso política a la historia. De una parte, el hecho de que sin alimento alguno a bordo de la balsa, hayan tenido que recurrir para aplacar la sed a lo único que pudieron salvar del naufragio: barriles de vino. De tal manera que en la lucha por sobrevivir y en el delirio de la ebriedad, el desespero los llevó al asesinato y al canibalismo. El otro aspecto clave está ligado a la causa del naufragio: una sobrecarga irregular debido a ¿un error de juicio? del oficial a cargo.  Esta imagen terrible inspiró a Géricault a realizar una de las grandes obras de la pintura de todos los tiempos, terminada tres años después del suceso y compuesta a partir de los relatos de viva voz de dos de los sobrevivientes.

Esta imponente obra, ícono del Louvre y de la pintura occidental, ha inspirado numerosas versiones, una de ellas un magnifico cuadro de Luis Caballero en el cual los cuerpos entrelazados en su característica manera tienen el sentido de las “situaciones-límite” a las que hizo alguna vez referencia Marta Traba: formas que en su ambigüedad se sitúan entre el éxtasis del placer y la agonía de la muerte. La Balsa de Zalamea tiene toda la carga de la narrativa pero su dramatismo se aleja de las referencias eróticas de Caballero: su Balsa es la de la tragedia causada por la ambición, la ineptitud y la corrupción, la del canibalismo causado por la necesidad, lucha de alienados por un precario territorio que no deja de tener hoy en día lecturas y concordancia macabras.

Marta Traba, refiriéndose a la pintura histórica, afirmaba que esta nacía en servidumbre: “obligada a explicar, persuadir y glorificar, exige el genio capaz de hacer flamear, por encima de esa triple esclavitud, el estandarte puro de los valores pictóricos”. Por su parte, Luis Caballero decía que “lo pictórico es lo visual más la emoción, más la intención. Y esa distinción es literaria; el problema está ahí. Toda pintura figurativa es forzosamente literaria. Pero en la buena pintura, lo pictórico prima sobre lo literario”.

Las metáforas con que se describe el estado del país son dicientes: falta timonel, naufragamos, abandonar el barco… La serie de El mar en la Plaza, de Gustavo Zalamea, es sin duda una bella metáfora para un país que hace agua. Pero es también ejemplo de un ejercicio pictórico serio y constante, que ha sabido imponerse de una manera contundente a las reservas que siempre han surgido sobre su supuesta deuda con el efecto gráfico, fruto de un largo ejercicio profesional con el diseño y la ilustración.

El Tiempo, 12 de octubre de 1999.