LIVIANDAD Y RUGIDO EN EL MAR EN LA PLAZA:

LA APOTEOSIS ROMÁNTICA DE ZALAMEA [1]

Por Fernando Zalamea

 

En tiempos de dudosas cacofonías postmodernistas, una obra coherente y continua, que se reclama cercana de temas inagotables propios de la complejidad irreducible del ser humano (dolor, amor, belleza, tragedia, infinitud), representa una saludable bocanada de aire fresco para la pintura colombiana y, más extensamente, para el ámbito amplio del arte latinoamericano. Varios de los polípticos notables de la reciente muestra de materiales sobre La Plaza (1979- 1999) de Gustavo Zalamea, habrán de ser reconocidos, con el tiempo, como obras clásicas del arte colombiano. En la categoría de clásicos entran aquellas obras que, como lo señalaba ltalo Calvino, no agotan una mirada particular, reconstruyen inconscientes colectivos, viven en perpetua tensión y dinámica, relegan a "la actualidad a la categoría de ruido de fondo” y, sin embargo, persisten “como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone”.  En las inmensas ambivalencias y multiplicidades de los clásicos se nutre la reciente serie de Naufragios y de Sueños y Visiones en El Mar en la Plaza, serie que recupera las violentas tensiones de un alto espíritu romántico que ha sabido filtrar y modular su búsqueda de lo absoluto a través de la diversidad técnica del arte contemporáneo.

 

LAS TENSIONES ESENCIALES

Parafraseando y multiplicando el título de Kuhn -que corresponde a la “errancia sin fin” de los comentarios de García Ponce sobre Musil- las tensiones esenciales del romanticismo laten y explotan consistentemente en El Mar en la Plaza. “La carne, la muerte y el diablo", según el estudio de Praz sobre la literatura romántica, o“la carne, la muerte y la política", según Zalamea, dan lugar a toda clase de luchas, contradicciones y rupturas que tensan -literalmente- el lienzo, hasta hacerle alcanzar una fortaleza y una riqueza sobrecogedoras. La primera tensión esencial, resuelta con asombrosa originalidad en las series de El Mar en la Plaza, es aquella que opone la levedad y la pesantez, el vuelo ligero de la experimentación estética de las últimas décadas del milenio y la tradición de los clásicos, la liviandad de un arte libre y el rugido estentóreo de la crudeza de la condición humana. Las batallas, las metamorfosis, los deslices graduales entre fragilidad y permanencia –que corresponden también a muchos temas románticos del XlX, desde la creación de Frankenstein, el moderno Prometeo, hasta la persecución del cachalote blanco y la caza de la eternidad en Melville, pasando por las metempsicosis y los maelstroms de Poe- constituyen uno de los motivos esenciales en los Naufragios en El Mar en la Plaza.

Desde la curaduría misma de la exposición, realizada por el propio pintor, se observa una multivocidad de encadenamientos posibles entre los diversos polípticos que forman El Mar en la Plaza. Más allá de algunas yuxtaposiciones obvias, los diversos lienzos de la serie podrían pegarse en varios trayectos continuos para el ojo del espectador. Uno de los polípticos más logrados (en orden, pp 56, 57, 48, 49, 50; las referencias remiten al libro Ana María Escallón, et.al., Gustavo Zalamea, Bogotá: Ediciones Jaime Vargas, 1999) evoca, en sus cinco paneles, un monstruo marino y la Catedral, un sueño de Goya, el leviatán y el Congreso, la balsa de Géricault, una mujer y la copa de Cole. Las tensiones de la obra son manifiestas: zozobra y terror (osamenta apocalíptica, leviatán, Congreso, maelstrom, balsa y náufragos) opuestos a esperanzas de calma (liviandad de los sueños, horizontes blancos, trazos femeninos, meteoros detenidos, estructuras vacías); rugido y físico dolor (tercio intermedio horizontal de la obra: dientes y cremallera ósea del monstruo marino, meteoros, rugido de leviatán, oleaje enfurecido, patetismo del naufragio) opuestos a estructura y permanencia (tercio inferior horizontal: dibujante, cortes rígidos en colores planos o con la tela cruda, rectas y círculos elementales de la figura humana). De una manera general, se enfrentan el torbellino y lo lineal: dos de las grandes aproximaciones de la cultura para tratar de captar la complejidad del mundo.

Uno de los más asombrosos logros en el anterior políptico de Zalamea consiste en haber logrado construir una frontera natural entre el espacio revuelto del torbellino y el espacio absoluto de lo estructural. El tránsito entre el rugido y la liviandad podría haber producido la desesperanza en más de un artista. Es aquí donde el manejo de las técnicas y la perspectiva visionaria que ofrece el arte contemporáneo acuden a apoyar a un artista plenamente consciente de las riquezas conceptuales y artesanales que pueden aprovecharse en la circunstancia actual. Obra situada en la actualidad, utiliza todos sus recursos para luego relegar esa actualidad a un ruido de fondo. El libre manejo, la contraposición y complementación entre dibujo y pintura, entre claroscuros y manchas de color, entre líneas y masas, entre grafitos y pedazos de tela cruda, entre derecho y revés de la tela, le otorgan a Zalamea un arsenal de técnicas que le permiten, de manera natural y en una solución de gran delicadeza, resolver el problema de la frontera, del límite, entre la levedad y la pesantez. La disolución y la progresiva modulación de las fronteras entre el Congreso trasatlántico, el oleaje y la balsa de Géricault son un caso particularmente bien logrado de ósmosis semántica entre signos estéticos de una gran complejidad.

Las Plazas de Zalamea son reflejo de ese extraño inconsciente colectivo colombiano, según el cual la comunidad sobreagua y sobrevive en medio de colapso y la podredumbre de lamentables instituciones políticas y sociales. Vidente y visionario del naufragio de nuestras instituciones, otra de las tensiones esenciales de El Mar en la Plaza puede detectarse en la contraposición entre la dolorosa inevitabilidad del naufragio y la labor crítica del artista, como guía y explorador de un futuro mejor, más allá de nuestra descarnada actualidad. Las potencialidades del futuro contrapuestas a las restricciones del presente, la construcción de sentido en la obra artística contrapuesta a la acción-reacción en el ámbito de lo cotidiano, la armazón de mapas y la visión del observador contrapuestas al ensayo y error de la supervivencia, son tensiones generalesque corresponden a grandes clasificaciones metafísicas: la segundidady la terceridad peirceanas, categorías de lo activo-reactivo y de lo mediático. El siglo XX ha recuperado enfáticamente la categoría de la mediación, del observador que modifica y completa la obra artística. En Zalamea la conciencia de la terceridad es particularmente clara: el paseante de la exposición rápidamente se convierte en observador comprometido y en coparticipe de la construcción de la obra. Lo dado se proyecta, a través del cúmulo de sensaciones del observador, en una noción premonitoria de futuro; lo catastrófico de los naufragios se convierte, a través de la sublimación artística y de la participación del observador en la obra, en luz de esperanza: la dimensión trascendente del arte logra superar la descomposición del presente.

Las series de El Mar en la Plaza incorporan una técnica extremadamente sugerente para resolver estéticamente las tensiones de lo actual y lo potencial, de lo dado y el futuro, de lo presente y lo interpretable, de lo parcial y lo completable: gruesas manchas de pintura en el revés de las composiciones se filtran a través de la tela y la pintura fluye entre espacios de la potencialidad, en claros procesos de ósmosis semiótica donde la diversidad de los signos estéticos puede ser reconstruida con múltiples lecturas.  La noción de filtro positivoy negativo de la tela juega también con los trances y los tránsitos de la impresión fotográfica, la recomposición de las imágenes en la retina y en la integración de interpretaciones en el entorno social, en una urdimbre compleja y dinámica de contrastaciones entre el observador y la obra, nunca agotada por una mirada particular.

Otro de los polípticos fundamentales de El Mar en la Plaza (pp. 51-55, incompleto en las reproducciones del libro) incluye, en sus seis paneles, diversos símbolos clásicos de la muerte (aves de rapiña, caballo de guerra de Rousseau/ caballo de muerte de Ryder, San Jorge y el dragón), la balsa de Géricault como símbolo fundamental de la terceridad (mediación resquebrajada entre el dolor y la esperanza, entre el hundimiento y la salvación, símbolo de las profundas capacidades de desgarramiento del ser humano y de sus potencialidades de salvación), así como la irrupción violenta del color en la figura femenina de la derecha y la erupción marítima-volcánica de la Catedral. Se trata de un políptico en el cual el ámbito de las potencialidades puras  se encuentra aprovechado en su máxima expresión: el ritmoy las danzas de ataque de los caballos contrastando la quietud y el vacío del dibujante, la masa de color de la mujer lindando con muy ligeras grafías en la tela cruda, la explosión de color a la Sam Francis avecinándose a los grafitos en los que surge la balsa de la Medusa: atrevidas y violentas apuestas de Zalamea a la riqueza de la gran obra de arte, de la obra clásica, recorrida por una serie de insalvables contradicciones, como la vida misma, como todo el universo mismo.

Inserto en las vanguardias del arte contemporáneo, curador “blando” de artes efímeros, profesor entusiasta de las jóvenes generaciones postmodernistas, Zalamea es, sin embargo, un empedernido romántico que sigue persiguiendo su ballena blanca y sus obsesiones de lo absoluto, en obras desmesuradas que pretenden ser todo menos pasajeras.  Son –tal vez- su indeclinable energía creadora,  su delirio por fraguar estéticamente parte de la infinitud de la cultura y del universo,  su ambición de aproximarse a lo absoluto y su rugido de dolor y de belleza ante lo imposible, aunados con su sensibilidad por el trazo rápido y la deconstrucción, por la ágil combinatoria de las herramientas actuales del arte, por la irreverencia ante supuestos cultos de la tradición, los que explican en parte la notable fortaleza y originalidad de su producción. Las tensiones esenciales entre una obra clásica y efemérides blandas son resueltas por Zalamea, al menos en las series de El Mar en la Plaza, en tonose integraciones entre el rugido de lo eterno y la liviandad de lo lúdico.

 

LAS MEDIACIONES DE UNA SERIE CLÁSICA

Desgarrados entre la fuerza caótica de la naturaleza y la vulnerabilidad del individuo, entre la búsqueda metafísica del absoluto y la construcción comunitaria de la esperanza, entre las dimensiones trascendentes de la belleza y el manejo activo-reactivo de una estética que a veces sólo pretende jugar con el espectador, entre la muerte y el amor, entre el dolor y la sanación, entre lo infinito y lo reciclable, los lienzos de las series de El Mar en la Plaza recuperan la más honda de las características del romanticismo: el asombro por la contradicción del ser humano, y su energía por tratar de develar las oposiciones entre el azar atávico de la naturaleza y la voluntad creadora del hombre. Las profundas tensiones románticas de la obra de Zalamea son aquellas de sus más reconocidos símbolos: la ballena blanca, símbolo pleno de todas las obsesiones de Melville en su búsqueda de un absoluto natural, las geografías y los mapas, símbolos de la búsqueda incesante de lo extraño y de lo otro en los cartógrafos y los grandes feuilletonistas del XIX, la naturaleza que invade la ciudad (frutas, cordilleras, mares), símbolo de la tensión entre caos y civilización, los diversos trazos y recuerdos de la tradición pictórica, símbolos del permanente dilema romántico entre los valores éticos y estéticos de la copia y el original.

Situadas a fines del siglo XX, las grandes obsesiones de Zalamea trascienden y rompen con creces las barreras cronológicas y los cómodos encasillamientos. En Zalamea conviven plenamente un homenaje al pasado, la coherencia y la consistencia de las vecindades del presente (1979-1999) y una clara apuesta a la riqueza y a las innovaciones del futuro.  Las series mediáticas de El Mar en la Plaza construyen una muy original frontera estética en las que los mixtos alcanzan una enorme fortaleza: la hibridación, las ósmosis, la convivencia de los opuestos viven en los lienzos de Zalamea gracias a la multiplicidad de los medios técnicos utilizados en la obra. En esa coincidencia entre el fondo conceptual polivalente de los trabajos y su compleja realización con una multiplicidad de técnicas, la que explica la armonía y la consistencia –de otra manera imposibles de lograr- de las series.

El tríptico El Combate, con San Jorge y el dragón de Carpaccio y La balsa de la Medusa de Géricault (pp. 20, 21, reproducción incompleta), es una de las obras más logradas de El Mar en la Plaza. Debe celebrarse la recuperación del negro en Zalamea, uno de los constantes elementos pictóricos a lo largo de su obra, negro y tremendo mar de las profundidades que sostiene la cresta de oleajes rugientes y destructores. La creación de manchas dinámicas de color negro es una más de las proezas técnicas de Zalamea: en vezde anular el movimiento con la imposición de la oscuridad, el mar negro agita la obra gracias a la contrastación de sus fronteras incompletas (evanescencias del mar en la tela cruda, debajo de la balsa de la Medusa; cristalizaciones del oleaje en el combate con el dragón) y gracias a los surcos estructurales (trazos de cordajes en blanco) que conectan las jarciasde la balsa con los ecos profundos de los movimientos marinos. Por encima del rugido sordo de las profundidades surge el rugido altisonante del oleaje: como en los mejores lienzos de Reverón, los trazos sobre la tela (en el caso de Zalamea, dibujo, grafito y leves manchas de pintura) son sólo una excusa para que el fondo mismo de la tela se convierta en protagonista y, rápidamente, en catalizador uniforme de la acción: la tela cruda sirve de elemento continuo de transformación entre cielo, mar, olas, naufragio, elemento variable que se metamorfosea a lo largo de la composición y que integra la complejidad de la visión. La aparente contradicción de evocar, con la tela vacía, muy diversas formas y materiales, es otro más de los logros que tensionan las seriesde El Mar en la Plaza.

El mixto de dibujos, de grafitos y de abstracciones adyacentes de color o de tela sirve de elemento técnico fundamental para presurizar la obra.  En los cuatro dípticos Naufragios (pp. 66/67, 68/69, 70/71, 72/73), en los que el marco general de la tela se encuentra particularmente libre, el surgimiento sincrónico y combinado de tintas, trazos, indicaciones de diseño, dibujos y tachones de color, en su combinatoria de superposiciones aparentemente incongruentes, incita al espectador a zambullirse en el mare magnum ignoto que inventa el artista. El espectador trata de desgarrar, impotente, los diversos velos que se trenzan en la obra, en busca de un remanso de quietud que le otorgue algunas luces de esperanza. Solo las catedrales –duplicadas musicalmente en algunas de las composiciones- parecen servir de faros y puntos de apoyo en medio de la zozobra general.  Las mixturas del mar embravecido, con la caída de los demonios, la trompetas de la muerte, la agonía de la naturaleza y el escalofrío de las cárceles,  se refleja en los mixtos que re-crea el dibujante, siempre presente ante el horror y siempre tratando de mediarlo y superarlo con la obra artística.

Ya sea en sus Juicios finales o en las visionas apocalípticas del Mar en la Plaza, Zalamea eleva su iracunda denuncia ante la mediocridad de nuestras instituciones. Por una casualidad afortunada, los sabores catastrofistaspresentes en todo inconsciente colectivo que se enfrenta a un nuevo milenio tienen su contraparte simbólica en los naufragios del Capitolio-Titanic y en las inundaciones incontrolables de la Plaza. Mientras crece la audiencia –los olvidados y los renegados por una Nación que se disuelve y por una clase política que merece los más indómitos azotes de la tempestad- la obra de Zalamea permanece siempre vigilante,  como el dibujante mismo inserto en los lienzos, siempre expectante pero siempre aceradamente crítico y consciente del caos cultural y social en el que vivimos.  Las series de El Mar en la Plaza, más allá de sus notables éxitos técnicos y conceptuales, se constituyen también en clásicos de la pintura colombiana por esa plena y acertada recuperación de nuestro inconsciente colectivo, donde –día a día- el marasmo y la fenomenal incompetencia de nuestras instituciones termina por ahogar indefectiblemente cualquier rezago de esperanza.

 

LEVEDAD, RAPIDEZ Y MULTIPLICIDAD

Varias de las propuestas de Calvino en sus famosas conferencias de Harvard para el próximo milenio se aplican con notable precisión en las últimas creaciones de Zalamea.  Así como hemos resaltado en los apuntes anteriores el núcleo romántico, duro y violento de muchas de las composiciones de El Mar en la Plaza es conveniente anotar, complementariamente, y coherentemente con las tensiones esenciales que hemos acotado, el carácter de levedad, rapidez y multiplicidad al que parece tender en el próximo futuro la obra de Zalamea. El enorme políptico del Incendio (algunos paneles pueden encontrarse pp. 30-32) es, tal vez, la más lograda y vertiginosa expresión de la rapidez y la metamorfosis continua de una obra que tiende a maximizar la limpieza y la economía. La balsa de Géricault se convierte en una suma de manchas abstractas de color y sólo se perciben fragmentos de brazos que delimitan el contorno;  la Libertad deDelacroix surge –como tela cruda- de los escorzos que la rodean;  una mezcla de las intuiciones de color de Sam Francis y de Motherwell con las ideas y técnicas precursoras de Reverón (al hacer emerger la obra de las telas de costal-“coletos”- en que fraguaba sus oleos) sirve de estructura dialógica para el Incendio.

En Zalamea es cada vez más claro el interés por situar su obra en escalas de coordenadas y urdimbres estéticas. La obra artística, para Zalamea, si se mirara de por sí, buscando un intrínsecosummum bonum, perdería su eficacia y su razón de ser.  En cambio, al entrar en un diálogo con la sociedad, a través de múltiples referencias (interiores) a la historia de la pintura y a través de enfrentamientos y provocaciones (externas) con el espectador, la obra encuentra su lugar de enlaces natural en una vasta geografía de la cultura. En la serie del Incendio, la estructura dialógica de las obras alcanza tonos completamente tenues y susurrantes, la levedad de la Plaza en uno de los paneles de la serie (p. 32) acerca la obra a un extraño minimalismo.  Con los fragmentos de blanco a la manera del último Turner, la estructura blanca de un Málevich, el incendio rojo monocolor de unFrancis, la tela cruda de un Reverón, y la tintura de la Plaza, Zalamea construye un mixto ágil, leve y tremendamente económico, que busca de nuevo –como en un canon reverso de Bach- el absoluto de la composición estética.  No es un azar que la panoplia de citas literarias y estéticas que se encuentra en los lienzos de Zalamea haga referencia –en su casi totalidad- a creadores que intentaron enfrentarse con hondos reflejos de la infinitud: Leonardo, Turner, Melville, Blake, Tatlin, etc.

La búsqueda de lo infinito y de lo absoluto toma, en general, dos caminos: el camino de la complejidad, la polivalencia y la superposición de la multiplicidad, o el camino de la total limpieza, de la armonía en el vacío como reflejo reverso de lo inclasificable. En la última exposición de Zalamea se recorren los dos caminos: el del rugido y el de la liviandad, el de la exacerbación de la composición sinfónica romántica –como en el último Malher- y el de la obra tendiente al vacío- como en las modulaciones minimales de Rothko-. De nuevo, la aparente contradicción de los dos caminos no es más que una incongruencia ilusoria: se trata de facetas de una misma tensión esencial, modos complementarios de un artista que trata parcialmente de capturar lo inasible, lo maravilloso y lo trágico del enrevesado acontecer natural y humano.

Los Sueños en el Mar en la Plaza (pp.58-63, incluye otros títulos) son el ejemplo de las composiciones leves y rápidas a las que tiende buena parte del modo en negativo de Zalamea.  Los ligeros trazos del dibujante, las texturas lavadas, los contornos fragmentarios de color que sirven para delinear en negativo las figuras adyacentes, las solidad rocas sostenidas por endebles hondas, las urdimbres incompletas de construcciones, los juegos libres de superposición, todos evocan la ligereza, la modificabilidad, la intervención de las obras.  En buena medida, el espectador, gracias al carácter deliberadamente fragmentario de los lienzos, entra a formar parte del trabajo y a completarlo a su gusto. En ese proceso de apropiación, de complementación, de comprensión de la obra, el espectador requiere de una gran liviandad para realizar sus movimientos imaginarios, para hacer concordar o contradecir los Sueños del artista: liviandad que, sistemáticamente, se encuentra presente en los trabajos y que el espectador puede, de muchas maneras, hacer suya.

Atento a las últimas corrientes del arte, Zalamea se ha a menudo declarado a gusto con la libertad creadora que ofrece el postmodernismo. Sin embargo, la homogeneidad de los valores, la equivalencia de todas las propuestas artísticas, el derecho de existencia de cualquier vociferación estética, se encuentran muy alejados de las intenciones de Zalamea. Dejando de lado las labores de representación del mundo y promoviendo, en cambio, la construcción de ensayos sobre el mundo y sobre las representaciones mismas de ese mundo, el pintor de inserta en los múltiples discursos y diversos puntos de vista de la contemporaneidad. Sin embargo, los ensayos de Zalamea, aunque son sensibles a la disgregación de los valores –explícita con Hermann Broch desde los años 30- cuentan con un fondo ético y un remanente poético de una gran solidez, que hacen que su obra no se pierda en malabarismos locales y tienda a una universalidadtrascendente (romántica) que le es propia. La posibilidad de orientarse hacia esa universalidad, a pesar de incluir y apreciar las múltiples diferencias de la otredad, es una tendencia contraria a muchos manejos de poder en nuestra época. En ese sentido, un Zalamea alerta a las “vanguardias”, pero a su vez el lector y vigía de las grandes tradiciones pictóricas, sigue siendo, en el fondo, un artista de la resistencia y un navegante a contracorriente. Posiblemente, ese mixto de perspectiva histórica, de conciencia crítica de la tradición, de sensibilidad al cambio y de visión técnica de lo actual, es el que explica en parte la riqueza de la obra de Zalamea.

La obra como montaje, como relé, como lugar de enlaces –a lo Francastel-, la obra como exploración, como ensayo, como superposición de filtros, la obra como mecano,  como re-construcción y de-construcción, como perpetuo y dinámico cruzamiento de recuerdos y visiones, evoluciona coherentemente en el período 1979-1999. La adecuada amalgamación y la consistencia de las visiones de Zalamea le otorgan a su trabajo una fundamentación de la cual adolecen otras tentativas estéticas. Desde las Plazas negra en pastel y lápiz de fines de la década de los 70 (pp. 172-178), invadidas por el temor y por fuerzas incontrolables, hasta los estructural y tonalmente impecables óleos azules de Plazas con mujeres (pp. 86, 92, 93, 98), pasando por los estudios cromáticos con recortes del espacio y fumigaciones de color (pp.76-79), todas las expresiones plásticas de Zalamea intentan, en sus circunstancias determinadas, despertar asociaciones de extrañeza en el espectador, revelar aproximaciones mágicas a lo oculto e incognoscible y descubrir rastros de lo eterno en medio de espacios aparentemente trajinados. Surge así el artista como demiurgo, como artífice y arquitecto de zonas sensibles del entendimiento, que se filtran –leves, rápidas y múltiples- por entre urdimbre racionales inventadas por el hombre para captar ordenadamente su entorno.

Acercándose como ningún otro en la pintura colombiana a las intuiciones fulgurantes de un Obregón, Gustavo Zalamea ha recogido ruidos de fondos pasajeros y ha logrado convertirlos en atisbos de lo imperecedero. Combinando la virulenta presencia de muchas tensiones y contradicciones del romanticismo decimonónico con técnicas plurales y complejas del arte contemporáneo, Zalamea decanta una tradición y abre surcos de lo posible. Con las series de El Mar en la Plaza se cristaliza un inconsciente colectivo y se crea un imaginario multi-referencial que recorre itinerarios plurales de la historia del arte.   Obras con correlaciones múltiples en su entorno estético y social, los polípticos de Zalamea constituyen uncontinuo semiótico en el que conviven procesos orgánicos, modulaciones, pigmentaciones y disoluciones. Comoresultado de tensiones conceptuales buscadas y de bagajes técnicos que permiten reflejar las batallas de lo sensible, emerge una de las obras que más finamente servirá para caracterizar en unas décadas el estado del arte colombiano a fines del siglo XX.

Fernando Zalamea

Septiembre, 1999

[1]  Museo de Arte Moderno de Bogotá; Gustavo Zalamea. Ediciones Jaime Vargas. Segunda edición actualizada. Bogotá, septiembre de 2000. Págs 113-120