LA IRA EN LA PLAZA
Álvaro Medina
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He tenido la suerte de ver y oler las ballenas. Frente a la costa de Massachusetts. Saliendo del puerto de Boston, una vez embarqué en una nave de gran calado y me fui de fiesta a visitar el animal que desde siempre me había hecho soñar. Descubrí aquel día, desvaneciéndose para siempre la mala idea que me habían inculcado libros y películas, que las ballenas son tranquilas, juguetonas y muy dadas a la vida en familia. No puedo dejar de evocar la estimulante y sin igual experiencia al escribir una vez más sobre la obra de Gustavo Zalamea, sobre todo al contemplar la tarjeta postal Homenaje a Obregón, de la serie El mar en la plaza. La aludida tarjeta tiene impresa una vista aérea de Bogotá, en cuyo centro histórico se escenifica el espectáculo de una gigantesca ballena que alza la cola y se hunde en la plaza de Bolívar.
Desbrozando ideas tenemos que Obregón pintó peces, las ballenas son pacíficas y la plaza de Bolívar es el centro político de la Nación. La pequeña obra maestra de Zalamea forja una imagen que en sí y por sí contiene una diversidad de temas y apunta en consecuencia a una pluralidad de interpretaciones. Si nos atenemos al orden de la primera frase de este párrafo, tenemos que Obregón nos remite al mundo del arte, las ballenas al mundo natural y la plaza de Bolívar al diario acontecer de un país en guerra civil no declarada, guerra que parece destinada a no tener pausas ni fin. En Zalamea hay entonces texto y contexto, o sea una obra específica y una realidad concreta.
Texto y contexto son por cierto bastante complejos, no porque el lenguaje del pintor sea oscuro sino porque, si nos fijamos en los lienzos de la presente exposición en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, su planteamiento remite a infinidad de detalles que hacen larga y prolija la labor de seguir el consciente discurrir del artista al pasar de un cuadro a otro. Por lo mismo, me limitaré en estas Páginas a insinuar algunas interpretaciones, seguro como estoy de que Gustavo Zalamea va a suscitar interés en el futuro, incitando al estudioso a desentrañar significados a la luz de los episodios vividos por nosotros los colombianos en este contradictorio y bárbaro fin de siglo.
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Gustavo Zalamea ha sido y es un artista político, honrosa dimensión que en Colombia han tenido Alejandro Obregón, Luis Ángel Rengifo, Pedro Alcántara Herrán, Augusto Rendón, Beatriz González, Rodrigo Facundo y Patricia Bravo entre otros. De todos ellos, Zalamea es quizás el único que ha indagado de modo permanente en lo político a la hora de proponerse la ejecución de cada obra, IO que remonta a sus tiempos de refugiado en la embajada de Colombia en Santiago de Chile tras el golpe militar de Augusto Pinochet contra el gobierno legítimo de Salvador Allende.
La politicidad de Zalamea es producto de una ética que él desarrolla con sentido crítico apoyado en una estética, En la obra reciente, esa estética aparece enfatizada de tal modo que son determinantes, por no decir que esenciales, las referencias al mundo del arte. De allí que a manera de citas que se suceden, aparezcan en la obra que ahora exhibe, sin interrupciones ni hiatos, alusiones a Leonardo da Vinci, Peter Brueghel el Viejo, William Blake, Francisco de Goya, Th. Géricault, Eugéne Delacroix, J.-D. Ingres y el "Aduanero" Rousseau, además del nicaragüense Armando Morales y el colombiano Alejandro Obregón, para no recordar sino unos pocos.
La vocación política de Gustavo Zalamea fue determinante cuando, hace ya varios años, pintó peras monumentales de vagos aires boterianos, motivo que trató con tal intención temática que las suyas no resultaron ser frutas de bodegón en el sentido tradicional del término sino frutas trágicas que, cortadas, generan desde su interior imágenes destinadas a inquietar, casi arcanas y en todo caso de sabor áspero. Símbolos de abundancia imperfecta, placer incompleto o sensualidad frustrada, las tales peras no estaban destinadas a llenar de placer los sentidos como ocurre en Fernando Botero sino a estremecer la conciencia, poniéndonos a pensar. Lo antes dicho puede aplicarse a los limones, árboles y "Monserrates" que produjo a lo largo de varios años.
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En la mejor obra de Gustavo Zalamea hay una ambiciosa combinación de lo vivido y lo imaginado más que de lo real y lo irreal, binomio polar este último que pertenece a definiciones artísticas ampliamente trajinadas, que aquí menciono porque permiten separar lo objetivo de lo subjetivo, el mundo externo del interno. Afirmo que el contrapunto es entre lo vivido y lo imaginado porque todo, en Zalamea, es irreal. Ocurre que lo vivido por el artista, pero también por la sociedad colombiana en su conjunto es de una lógica tan delirante en su tendencia autodestructiva que da pie a un imaginario cuyo recorrido va por el filo del cuchillo y es proclive por lo tanto a escindirse en dos fases o caras en lugar de presentar una sola.
Lo vivido y lo imaginario de Zalamea se confunden con los aspectos presentes y pasados de sus temas, ya que su obra revela un espacio conocido por nosotros y, simultáneamente, una evocación. El espacio se circunscribe a Bogotá, pero es institucional, así que atañe al conjunto de la Nación; la evocación es personal y pasa por el tamiz de varias obras maestras de la pintura. Todavía más, el espacio es el ahora y la evocación el ayer, polaridad que se resuelve a través de un segundo binomio, el de experiencia y cultura.
En Plaza de Bolívar inundada por el mar, Zalamea pinta la plaza en una situación bien particular ya que su casi cuadrada superficie es vista desde arriba bañada por olas marinas. La prioridad la tiene la vivencia que hemos tenido al contemplar el intenso vaivén del océano, lo que da lugar a pensar que el pintor sugiere una plaza más abierta porque el mar es apertura, plaza situada en medio de los Andes, pero lista a recibir todos los vientos y corrientes de la creatividad humana. Plaza de Bolívar inundada por el mar sería entonces una metáfora de una deseada e inexistente quintaesencia democrática, pero en verdad no es sólo eso si consideramos que la solución plástica se fundamenta en el sueño. Tenemos en conclusión que, si el punto de partida es político, el de llegada es artístico.
Situado en el territorio de la poesía, Zalamea eleva nuestra imaginación en lugar de hacerla descender, capeando la posibilidad de sucumbir ante el facilismo propio de las obras panfletarias. En el empeño lo ha ayudado su buen oficio de pintor, no porque éste se ciña a la ortodoxia sino al contrario porque el artista viola preceptos e inventa nuevos recursos, recurriendo a una sorprendente combinación de técnicas que corre pareja con el despliegue iconográfico puesto en juego.
Lo más evidente de todo, al abordar la más reciente etapa de realizaciones, es la expresiva combinación de dibujo y pintura, Conocemos grandes obras que presentan idéntico efecto, pero logrado a posteriori en virtud de no estar acabadas, siendo La adoración de los Magos de Leonardo da Vinci tal vez la más notable. No dudo en creer que Zalamea vio y aprendió muchas cosas del cuadro de Leonardo, sólo que lo que en éste es inconcluso en Zalamea está perfectamente terminado. En ambos casos, lo pintado se entrevera con lo abocetado y con lo ligeramente dibujado, combinación que Zalamea enriquece con lo no definido, lo no pensado aún y lo vacío, calidades que se expresan en áreas perfectamente identificables que no existen ni tenían por qué existir en el cuadro de Leonardo.
A lo anterior se agrega que Zalamea ha solucionado sus inquietantes imágenes en grandes telas en las que usa acrílico, óleo, grafito, tiza y pastel, mezclando lo que en principio no se debería mezclar o sea medios grasos y no grasos.
Consigue así expresar lo precario, fugaz e inestable que hay en la irrealidad propia del tema que maneja, que no podrían dar aisladamente los esfumados y desvanecidos de uno solo de los medios, si resolviera usarlo de manera ortodoxa.
Toques y líneas muy leves, incluso breves, hechos con lápices y tizas, comunican la sensación de fragilidad a pesar de ser permanentes y estables.
A esto se agrega que la tela, aunque cruda, está tratada por la parte de atrás para poder obtener matices especiales en el lado visible. Todavía más, el color que apreciamos viene en ciertas zonas desde el otro lado de la tela, donde ha sido aplicado con tal abundancia que consiguió saturar y penetrar el tejido con el propósito de construir con aplicada sutileza algún detalle. "La tela opera como el filtro que le quita peso a la pintura y le confiere levedad" me ha comunicado el artista, revelándome el más interesante de sus recursos.
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En Zalamea, la heterodoxia técnica corre pareja con la compleja y variada apropiación de iconos, punto de apoyo principal o fundamento de los trabajos ahora exhibidos, concebidos como cuadros individuales dispuestos en dípticos y trípticos que, ya en el espacio museístico, se confundirán en una sola y gran obra de tales proporciones que nos remite al mural, pero a un mural exento porque el montaje la independiza del muro y la acerca al biombo oriental, alterando el espacio arquitectónico. Pero en verdad no es tampoco un biombo sino un tabique que atraviesa las salas con el propósito secreto de acercarnos tanto a la inmensidad del mar representado como a la magnitud de la tragedia vivida en estos años. Zalamea flirtea con el mural de temas históricos (de hecho, realizó un mural de la serie Juicios finales en los laboratorios del Dr. Manuel Elkin Patarroyo en el Instituto de Inmunología), caro a los primeros vanguardistas mexicanos, pero sin llegar a casarse con él. Sin duda tiene reservas sobre sus proyecciones reales, derivadas de las que manifestara en sus escritos Marta Traba. No obstante, es la política en lo que ella tiene de histórico la que nutre el quehacer del artista. Como el asunto requiere para su mejor realización de amplias superficies, Zalamea une los cuadros y los ordena en largas secuencias, de tal vastedad que la envidiarían muralistas colombianos de la talla de Pedro Nel Gómez e Ignacio Gómez Jaramillo.
De la pequeña tarjeta postal que precedió estos trabajos, Zalamea saltó al políptico monumental. Entonces viene al caso señalar que el contenido es casi el mismo, independientemente de los formatos que utilice. En las tarjetas de la serie El mar en la plaza, distinguimos un cruce entre lo cultural (la plaza) y lo natural (el mar). El cruce es puramente cultural en fotomontajes tales como Congreso de la República. Duelo de titanes, Palacio de Justicia. Documento (de 1994) y Plaza de Bolívar, Año del 8000. Espejismos. En el primero de los fotomontajes citados antes, una bestia de la película Jurasic Park parece a punto de someter con sus garras a la bestia apenas visible que yace inerte en el techo del Capitolio Nacional de Colombia, obvia alusión al clientelismo y la corrupción, padre y madre de nuestras carencias democráticas; en el segundo, una tanqueta militar corona el Palacio de Justicia cual monumento público virtual, recuerdo de su destrucción e incendio por parte de las Fuerzas Arma- das tras la toma guerrillera de noviembre de 1985; en el tercero se alza, tras el Capitolio colombiano, la cúpula del Capitolio de los Estados Unidos en la ciudad de Washington, teniendo en primer plano una estatua de Simón Bolívar, detrás de la cual asoma un elefante, el símbolo del aporte económico que el presidente
Ernesto Samper recibió del narcotráfico para financiar su campaña electoral, origen del llamado proceso 8000 0 investigación criminal que el Congreso de la República manipuló y ahogó en su momento.
De las tres postales, la segunda convence mientras que la primera y la tercera rayan el esquematismo coyuntural propio de la caricatura. No obstante, indican donde comenzó el camino que el artista ha recorrido desde entonces, que incluye la realización de los lienzos de 1997, 1998 y 1999 que tituló, igualmente, E/ mar en la plaza. En ellos, la tendencia a mezclar iconos es bastante ambiciosa tanto por su escala como por su proliferación. Como ya lo manifesté al principio de estas páginas, las fuentes iconográficas provienen de obras maestras de la pintura. Al hacerlas suyas, Gustavo Zalamea ha procedido a una selección plena de sugerencias, en la que la idea de naufragio es predominante. Para desarrollar el asunto, la imagen del Titanic escorado y a punto de desaparecer para siempre tiene su complemento expresivo en La balsa de La Medusa pintada por Géricault.
El Titanic fue el trasatlántico "perfecto" por estar diseñado de tal modo que sus constructores aseguraban que jamás podría hundirse, no obstante IO cual se fue a pique en el viaje inaugural. La Medusa pasó a la historia tras el testimonio rendido por quienes sobrevivieron la tormenta que la hundió por llevar exceso de pasajeros y carga, exceso que se debió a una irregularidad burocrática y dolosa de funcionarios de la Armada Francesa, lo que la convirtió desde el principio en un símbolo de corrupción gubernamental, tal y como ocurrió con el ARC Caldas en Relato de un náufrago de Gabriel García Márquez.
Al relacionar Zalamea el Titanic y los náufragos que se salvaron en La balsa de La Medusa, la plaza de Bolívar se metamorfosea en lugar de mar abierto que en el horizonte tiene siempre, como referencia, la Catedral Primada de Colombia. Convertido en el Titanic que se hunde, el edificio del Capitolio sobreagua a la deriva, mientras que los sobrevivientes en su frágil balsa piden auxilio con un trapo que agitan a modo de bandera.
Para que el lector pueda entrar ahora por sí solo a descubrir significaciones, viene al caso mencionar que en los paneles de Zalamea aparecen, sugiriendo múltiples interpretaciones, las siguientes referencias iconográficas: la torre de Babel o confusión de lenguas e intenciones que pintó Brueghel el Viejo; una de las magistrales cárceles de Piranesi, de aterradora arquitectura, constituida por espacios que se antojan para condenados a perpetuidad; el boceto para un esclavo de Miguel Ángel; la galopante, triunfal y horrorosa creatura de La guerra del "Aduanero" Rousseau, que ahora cabalga sobre el muy colombiano mar de desastres que ha pintado Zalamea; el combate de San Jorge y el dragón o lucha maniquea entre el bien y el mal, según la versión de Carpaccio, puesta en paralelo con el ángel y el dragón de Leonardo: más una alusión a William Blake aquí y alguna referencia a Giorgio de Chirico allá, etc., el todo punteado por matissianas siluetas de desnudos femeninos y retratos de Marta Traba vista de espaldas en el acto de escribir.
Quiere decir que la belleza (Matisse) y la crítica razonada (Marta Traba) alternan con escenas de peligro, naufragio, confusión, condenación, sometimiento, guerra de exterminio, etc., dispuestas en secuencia entrecortada. La expresa variedad de procedimientos y técnicas tiene entonces sentido, ya que contribuye a comunicar una auténtica sensación de mare magnum o condición de vastedad acuática desconocida, impredecible e infranqueable, negada al navegante. Deduzco entonces que Zalamea piensa, entre otras cosas, que los miembros del poder legislativo no son capaces de orientarse en los anchos mares de la democracia que dicen practicar.
A semejante visión apocalíptica de la Colombia actual, se suma en la exposición la serie titulada Juicios finales, así como se lee, en plural. Una vez más, el pintor se basa en la historia. Sabemos la importancia del tema entre los artistas del gótico. Al retomarlo, Zalamea cita a Ingres, Goya y Armando Morales, prolongando con suerte la experiencia de El Mar en la Plaza. Manchas, líneas y colores desfilan con el mismo peso y densidad de los iconos seleccionados, o, al revés, los iconos funcionan en el plano puramente visual como manchas, líneas y colores porque los vemos, reconocemos y asimilamos como acontecimientos concretos. No obstante, hay algo de antipintura en el ambicioso proyecto. Por ejemplo, la unidad compositiva se ha resquebrajado como para ponerse a la par de la multiplicidad iconográfica y técnica, determinando que la atmósfera sea de desvarío demencial o inmensa catástrofe. Que no nos quepa ninguna duda: Gustavo Zalamea ha hecho el retrato más completo y complejo de la Colombia de finales del siglo XX, una Colombia que en sus iracundas pinturas parece flanqueada por la corrupción y el naufragio por un lado y, por el otro, la creatividad de un Obregón y la confiada tranquilidad de la ballena que alza la cola desde la plaza inundada.
ÁL VARO MEDINA
Curador de/ Museo de Arte Moderno de Bogotá
Profesor de/ Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional
Bogotá, mayo de 1999